La historia de El Señor del Humor arranca en julio de 1915, en Montevideo, Uruguay. Pero sus padres, que eran gente de circo, enseguida se afincaron en Buenos Aires: Lindolfo Verdaguer era equilibrista y tony; su madre, Aída, integró la troupe acrobática de los hermanos Queirolo.
El benjamín de cuatro hermanos debutó en 1932 en la pista del circo Continental, que era de la familia. Fue en Cruz del Eje, Córdoba, durante una matiné, el horario en el que hacían sus primeras armas los artistasnovatos.
Recorrió América con esa exótica y arriesgada habilidad para permanecer durante horas en el último travesaño de una escalera de cinco metros de alto y una sola hoja. "Para hacer esta prueba no debo comer. Y para poder comer debo hacer esta prueba", evocaba con su cinismo sarcástico. Ese número, que completaba tocando con su violín las Czardas, de Monti o La cumparsita, se lo enseñó su madre. "El violín me salvó de muchísimas situaciones porque al principio tenía que empeñarlo seguido. Tantas veces que el hijo del prestamista tocaba mejor que yo".
Juan no tenía perro pero sí a Punch, un elefante al que tuvo que dejar en las arenas del circo cuando se fue a medir su autonomía en los grandes casinos cariocas de Brasil, donde adaptó su número al estilo elegante de los night clubs. Allí desconcertaba al público: vestido de frac y violín en mano, hablaba de cualquier cosa con la actitud de quien en cualquier momento se larga a tocar el instrumento. Pero exclamaba, muy serio: "¡Cómo me gustaría saber tocar el violín!", y desaparecía. Las carcajadas de la gente estallaban.
En el 42 llegó a Nueva Orleáns, Estados Unidos, a bordo de un tren carguero y enseguida se ganó su espacio en los incontables varietés que funcionaban en los pueblos de la periferia. Y, aunque en la década del 50 llegó la televisión y se esfumó el ochenta por ciento de los vodeviles, a Verdaguer lo salvó del desempleo la originalidad de su número de la escalera. "Sí, fue como una bomba, pero tuve suerte y seguí trabajando".
Sin embargo, una noche —mientras tocaba Me vuelves loco— se le rompió una cuerda. "Y paré. Y la orquesta también paró. Y los mozos pararon de servir. Y la gente paró de comer. Miré al público y comenté muy serio: mi madre me advirtió que algún día me iba a ocurrir esto". Tras unos segundos de silencio, la gente se largó a reir. "Ustedes no se reirían tanto si supieran que solamente hace tres días que estoy haciendo esta prueba", remató. Allí, imprevistamente, nació el comediante que hasta tuvo su participación en el famoso Show de Ed Sullivan, de la televisión norteamericana.
Del estilo sutil con el que ahondaba en la ridiculez humana, de su fino buceo en las aguas del absurdo, del chiste cerebral, estaba hecha su marca. "De mis padres, a través de incontables itinerarios trashumantes, aprendí que lo que llega al íntimo espíritu del público tiene un eco más perdurable y efectivo que lo epidérmicamente festivo", aseguraba.
Fue en el México de los 50 donde tuvo su primera gran experiencia teatral como protagonista de Blum, que en Buenos Aires había hecho Discépolo. "No quise copiar las indicaciones que sobre él quisieron darme. Lo hice como lo sentía y afortunadamente resultó un éxito". De hecho fue la obra de mayor duración en un escenario azteca y una placa de bronce en el hall del teatro fijó para siempre el suceso.
Por entonces conoció a Goar Mestre quien lo contrató para trabajar en la televisión argentina. "Señor, señora, no tiene que sintonizar su televisor... mi cara es así", decía a la cámara.
Su paso por el cine fue fugaz —sólo hizo tres películas— pero su dramática composión del oscuro pensionista Camilo Canegato de Rosaura a las diez, el filme de Mario Soficci, resultó inolvidable.
Se definía como un monologuista. Para la revista —donde también trabajó— escribió diálogos que compartía con una pulposa bataclana. Primero, la pulposa mujer lo presentaba. "Habló tan bien de mí que escuchándola creí que me había muerto". Y ella le contestaba. "Usted va a vivir hasta los 80 años". "Yo tengo 80 años", replicaba él. "Se lo dije", remataba ella.
Actuó junto a algunas de las más impactantes vedettes. "Había chicas realmente impresionantes. Las hermanas Rojo (Ethel y Gogó); Nélida Roca, que no sabía bailar, pero caminaba y ya era suficiente para dejar a todo el mundo con la boca abierta; la lechuguita Zulma Faiad también tenía lo suyo y más tarde apareció Moria Casán, que todavía no estaba tan desarrollada, pero ya se notaba que era muy inteligente". Pero sus compañeros más bromistas en los camarines fueron Hugo del Carril y Mariano Mores: "Un día te ponían goma de pegar en el asiento; otro, harina en el piano" .
Roberto Pettinato inventó en su ciclo Duro de acostar una marioneta para homenajearlo. Se llamaba El gato de Verdaguer y contaba chistes con su estilo y una voz idéntica a la del humorista. Una vez Verdaguer cayó de imprevisto en el programa y el conductor se pegó un susto bárbaro porque Verdaguer le hizo creer que iba a demandarlo por el uso de su apellido. La pasaron bien y Petinatto le insistió para que volviese: "Pero, ¿qué pasa? ¿No tenés inventiva?". Con poco trabajo —lo último fueMasters, en el 2000— en un mundo ganado por el reduccionismo de la palabra y el sentido, Juan Verdaguer sabía cuánto valía lo suyo.
El benjamín de cuatro hermanos debutó en 1932 en la pista del circo Continental, que era de la familia. Fue en Cruz del Eje, Córdoba, durante una matiné, el horario en el que hacían sus primeras armas los artistasnovatos.
Recorrió América con esa exótica y arriesgada habilidad para permanecer durante horas en el último travesaño de una escalera de cinco metros de alto y una sola hoja. "Para hacer esta prueba no debo comer. Y para poder comer debo hacer esta prueba", evocaba con su cinismo sarcástico. Ese número, que completaba tocando con su violín las Czardas, de Monti o La cumparsita, se lo enseñó su madre. "El violín me salvó de muchísimas situaciones porque al principio tenía que empeñarlo seguido. Tantas veces que el hijo del prestamista tocaba mejor que yo".
Juan no tenía perro pero sí a Punch, un elefante al que tuvo que dejar en las arenas del circo cuando se fue a medir su autonomía en los grandes casinos cariocas de Brasil, donde adaptó su número al estilo elegante de los night clubs. Allí desconcertaba al público: vestido de frac y violín en mano, hablaba de cualquier cosa con la actitud de quien en cualquier momento se larga a tocar el instrumento. Pero exclamaba, muy serio: "¡Cómo me gustaría saber tocar el violín!", y desaparecía. Las carcajadas de la gente estallaban.
En el 42 llegó a Nueva Orleáns, Estados Unidos, a bordo de un tren carguero y enseguida se ganó su espacio en los incontables varietés que funcionaban en los pueblos de la periferia. Y, aunque en la década del 50 llegó la televisión y se esfumó el ochenta por ciento de los vodeviles, a Verdaguer lo salvó del desempleo la originalidad de su número de la escalera. "Sí, fue como una bomba, pero tuve suerte y seguí trabajando".
Sin embargo, una noche —mientras tocaba Me vuelves loco— se le rompió una cuerda. "Y paré. Y la orquesta también paró. Y los mozos pararon de servir. Y la gente paró de comer. Miré al público y comenté muy serio: mi madre me advirtió que algún día me iba a ocurrir esto". Tras unos segundos de silencio, la gente se largó a reir. "Ustedes no se reirían tanto si supieran que solamente hace tres días que estoy haciendo esta prueba", remató. Allí, imprevistamente, nació el comediante que hasta tuvo su participación en el famoso Show de Ed Sullivan, de la televisión norteamericana.
Del estilo sutil con el que ahondaba en la ridiculez humana, de su fino buceo en las aguas del absurdo, del chiste cerebral, estaba hecha su marca. "De mis padres, a través de incontables itinerarios trashumantes, aprendí que lo que llega al íntimo espíritu del público tiene un eco más perdurable y efectivo que lo epidérmicamente festivo", aseguraba.
Fue en el México de los 50 donde tuvo su primera gran experiencia teatral como protagonista de Blum, que en Buenos Aires había hecho Discépolo. "No quise copiar las indicaciones que sobre él quisieron darme. Lo hice como lo sentía y afortunadamente resultó un éxito". De hecho fue la obra de mayor duración en un escenario azteca y una placa de bronce en el hall del teatro fijó para siempre el suceso.
Por entonces conoció a Goar Mestre quien lo contrató para trabajar en la televisión argentina. "Señor, señora, no tiene que sintonizar su televisor... mi cara es así", decía a la cámara.
Su paso por el cine fue fugaz —sólo hizo tres películas— pero su dramática composión del oscuro pensionista Camilo Canegato de Rosaura a las diez, el filme de Mario Soficci, resultó inolvidable.
Se definía como un monologuista. Para la revista —donde también trabajó— escribió diálogos que compartía con una pulposa bataclana. Primero, la pulposa mujer lo presentaba. "Habló tan bien de mí que escuchándola creí que me había muerto". Y ella le contestaba. "Usted va a vivir hasta los 80 años". "Yo tengo 80 años", replicaba él. "Se lo dije", remataba ella.
Actuó junto a algunas de las más impactantes vedettes. "Había chicas realmente impresionantes. Las hermanas Rojo (Ethel y Gogó); Nélida Roca, que no sabía bailar, pero caminaba y ya era suficiente para dejar a todo el mundo con la boca abierta; la lechuguita Zulma Faiad también tenía lo suyo y más tarde apareció Moria Casán, que todavía no estaba tan desarrollada, pero ya se notaba que era muy inteligente". Pero sus compañeros más bromistas en los camarines fueron Hugo del Carril y Mariano Mores: "Un día te ponían goma de pegar en el asiento; otro, harina en el piano" .
Roberto Pettinato inventó en su ciclo Duro de acostar una marioneta para homenajearlo. Se llamaba El gato de Verdaguer y contaba chistes con su estilo y una voz idéntica a la del humorista. Una vez Verdaguer cayó de imprevisto en el programa y el conductor se pegó un susto bárbaro porque Verdaguer le hizo creer que iba a demandarlo por el uso de su apellido. La pasaron bien y Petinatto le insistió para que volviese: "Pero, ¿qué pasa? ¿No tenés inventiva?". Con poco trabajo —lo último fueMasters, en el 2000— en un mundo ganado por el reduccionismo de la palabra y el sentido, Juan Verdaguer sabía cuánto valía lo suyo.
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