La primera vez que oí hablar de Carlos Bahr fue en un local nocturno que entonces funcionaba en un callejón vecino a la actual Plaza del Soldado. Esa noche estaba Alfredo Belussi y cantó “Muriéndome de amor”. Todavía me parece recordar la escena, la penumbra algo azulada, la barra del local, los hombres acomodados con su copa en la mano, el cigarrillo y alguna dama en las cercanías, Belussi de traje gris haciendo de las suyas y sobre todo esa estrofa: “Hay algo siempre en tí que me provoca, hay algo siempre en mí que me apasiona y en medio de los dos la furia loca que enciende la pasión de nuestras bocas...”. Pregunté por el autor de la letra y allí supe de la existencia de Carlos Bahr.
No terminan allí los recuerdos. Algunos años después, un amigo lo menciona para probarme que en el tango también había tipos de izquierda. Según sus palabras, en 1936 Bahr se sumó a las famosas brigadas internacionales que fueron a pelear a España contra el fascismo. Como se dice en estos casos, el hombre se fue en aprontes, porque no pudo aprobar un examen médico y quedó varado en Montevideo, pero, también como se dice en estos casos, la intención estuvo.
Después lo fui conociendo porque no había manera de eludirlo. “Mañana iré temprano” es una de las grandes letras del tango. Él es el autor y la música es del violinista Enrique Francini. El tango se estrenó en agosto de 1943 y esa noche en el escenario se lucieron Osmar Maderna en el piano, Armando Pontier con el fueye y Francini en el violín. La interpretación estuvo cargo de Raúl Iriarte. El público de los años cuarenta disfrutaba con frecuencia de esos privilegios exclusivos y envidiables.
A “Mañana iré temprano”, lo cantó luego Oscar Serpa, acompañado de la orquesta de Osvaldo Fresedo, pero el que lo instaló definitivamente en el bronce fue Julio Sosa, cuando lo grabó en 1961 con la orquesta de Leopoldo Federico. La historia que cuenta este poema es muy triste, desoladoramente triste, pero está muy bien contada. “Desde hace un mes estoy postrado, cuantos domingos que me extrañas, y hoy es tu día bien amada, te faltarán mis flores y no estaré a tu lado”. Él está enfermo por lo menos desde hace un mes y ella ha muerto, tal vez hace seis meses. ¿Por qué murió ella? ¿Por qué él está enfermo? El poema no lo dice, pero la buena poesía se hace con esos silencios, con esas preguntas sin respuestas.
Si José María Contursi entró por la puerta grande del bolero con “Sombras nada más”, Carlos Bahr lo hizo con “Pecado”. La música es de Francini y Pontier y el tema fue grabado por Rodolfo Lesica y la orquesta de Alberto Di Paulo. En el mundo del bolero, “Pecado” fue interpretado por Los Panchos, cuando atravesaban su mejor momento. También se le animaron Caetano Veloso y Betanhia. El poema valía la pena. “Yo no sé si este amor es pecado que tiene castigo, si es faltar a las leyes honradas del hombre y de Dios. Sólo sé que me aturde la vida como un torbellino, que me arrastra y arrastra a tus brazos con ciega pasión”, y ese final, “aunque sea pecado te quiero, te quiero lo mismo, aunque todo me niegue el derecho, me aferro a ese amor”.
Valgan los fragmentos de estos poemas para advertir que estamos ante un poeta magnífico, un escritor que domina los recursos de su oficio, un creador en el sentido más justo de la palabra.
Carlos Andrés Bahr nació el 15 de octubre de 1902 en el barrio de la Boca, en una modesta casa de la calle Almirante Brown y murió el 23 de julio de 1984. Como la mayoría de los habitantes de Buenos Aires de principios del siglo XX, era hijo de extranjeros. Su padre, Augusto Bahr, había nacido en Hamburgo y su madre, Colette Dierken, era francesa.
Según se cuenta, cuando en 1914 se inició la guerra, don Augusto, que era propietario de un barco ballenero, decidió ponerlo al servicio de Alemania y, dicho y hecho, cruzó el Atlántico para cumplir con su promesa. Nunca más se supo algo de él. Desapareció del mapa y hace unos años su nieto intentó hacer algunas averiguaciones, pero todo en vano. Ausente el padre, los problemas económicos de la familia se agravaron. Apremiados por las necesidades, se trasladaron a Bernal. Ya para entonces, Carlos había ganado la calle por su cuenta, afición que nunca abandonó.
Callejero y escritor, ésa es la fórmula que en su juventud mejor lo podría definir. Y a decir verdad, escribir a Bahr le gustó desde siempre. Se dice que alguna vez publicó unos cuentos que se perdieron en el aire; también se dice que cuando estaba inspirado escribía estrofas para las murgas del carnaval del barrio. Lo cierto es que con los años la calle y la lectura lo fueron fogueando. Mientras tanto, se ganaba la vida con lo que le salía al cruce. Fue vendedor, empleado, cadete. Los oficios fueron diversos, pero poeta fue siempre. Por vaya uno a saber qué motivos, en aquellos años un muchacho de la calle no necesariamente se degradaba o era ganado por la delincuencia. Bahr en ese sentido fue un ejemplo. Se formó como un autodidacta, a los ponchazos, leyendo de prestado, preguntando y aprendiendo. Debe haber poseído una inteligencia notable y una voluntad de hierro, para que antes de los treinta años dominara tres idiomas, el alemán, el francés y el italiano, además del español, al cual lo trabajaba con la delicadeza y la pulcritud de un artista.
Ya para principios de los años treinta, Bahr era un personaje conocido en la bohemia nocturna de la ciudad. En sus itinerarios nocturnos se relaciona con poetas, músicos y cuenteros. Poco a poco, con esfuerzo y talento, comienza a ganarse su lugarcito en un ambiente donde nunca fue fácil entrar. En Radio Porteña conoce a quien será primero su novia y luego su esposa: Lina Ferro con quien se casará en 1942 y tendrá dos hijos. Carlos Alberto e Inés María.
También en esos años inicia sus célebres duplas con músicos talentosos. Uno escribe el poema y el otro le escribe la música. La primera sociedad la forma con Alfonso Gagliano. “Cuentas viejas” es una creación de esos años. La otra gran sociedad es con Roberto Garza. “Fracaso” y “Maldición”, estrenados por Mercedes Simone, pertenecen a ese período. En 1938 gana un concurso de milongas organizado por Sadaic. El poema se llama “Milonga compadre”. En mayo de ese año lo graba Pedro Laurenz con la voz de Juan Carlos Casas.
O sea, que al iniciarse la década del cuarenta, Bahr es un poeta muy bien calificado por sus pares. Para esa época inicia su dupla con el pianista Mario Sucher, dupla que al juicio de sus biógrafos es la más productiva. Temas como “Muriéndome de amor” y “Nada más que un corazón”, se escriben en esos años. También gana la calle el tema “¿Dónde estás?”, con ese inicio tan triste y resignado. “Todo es en mi vida una mentira que te niega y que suspira por volverte a acariciar”
Tal vez uno de los poemas más difundidos y trascendentes de esos años, fue “Soledad la de Barracas” interpretada en su momento por Tita Merello. “La cosa fue por Barracas, la llamaban Soledad, no hubo muchacha más guapa, Soledad la de Barracas que me trajo soledad”. Otro tango conocido es “Corazón no le hagas caso”, para no mencionar “Prohibido”, con música de Manuel Sucher. Hay que escucharlo. “No es culpa si la vida en sus designios cruzó nuestros caminos al andar, ni es culpa si este amor que está prohibido, ha entrado en nuestras almas sin llamar”.
La poética principal de Bahr gira alrededor de la soledad, la muerte y el dolor. Los temas son difíciles, porque la trampa de los lugares comunes y la sensiblería están a la vuelta del camino. Bahr elude con elegancia esas celadas y escribe, lo hace con sobriedad, pulcritud, sin caer en sentimentalismos cursis o en golpes bajos. Por lo menos, es lo que hace con los poemas que trascendieron, porque también se debe decir que en alguna que otra ocasión el hombre cedió a las presiones del mal gusto y la venta fácil.
Como no podía ser de otra manera, alguna vez fue convocado para el cine. El responsable fue Leopoldo Torres Nilsson, con “La Tigra”, basada en un texto de Florencio Sánchez. La película se terminó de filmar en 1954, pero recién pudo proyectarse diez años más tarde. Trabajaban allí Duilio Marzio, Diana Maggi y Elcira Olivera Garcés. Bahr y Sucher participan en el film con un poema que lleva el mismo nombre de la película. Nobleza obliga, hay que decir que la película es mala sin atenuantes, pero el poema de Bahr merece ser leído.
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