Uno de sus hijos, periodista también, Félix Ricardo, así lo recordaba hace unos meses:
“Era bajo pero erguido, frontal. El peso de la vida lo llevaba adentro, nunca expuesto a ojos ajenos. Los suyos, aquellos chiquitos, gastados prematuramente por la miopía, veían mejor para su interior que hacia fuera. Todos los que se sentaban frente a él, cerca de las luces del ring o los que medían su capacidad para beber cognac, soportaban su mirada fácilmente. O creían que lo hacían, porque él llegaba hasta el fondo, conocía cada detalle del interlocutor y, encontrara lo que encontrara, surgía a la superficie con una sonrisa.
Al quitarse el sobretodo su cuerpo se reducía casi a la mitad; ya el sombrero, de ala medianamente ancha, colgaba en el perchero de su oficina en El Gráfico en Editorial Atlántida. Deslizaba la silla de respaldo alto a listones de madera; abría su atado de Particulares fuertes, ubicaba el cenicero a su alcance, como para que de ahí en adelante el ademán de fumar y volcar la ceniza fuera uno solo, casi; atraía la máquina de escribir hacia sí, insertaba la hoja de papel haciendo coincidir los bordes con prolijidad y echaba a andar un ritual.
Cuando entraba a un estadio, a un gimnasio, se sentía como un conquistador. Y eso que no conoció Estados Unidos, ni viajó a Rusia, Japón o Canadá. No fue nunca a Bariloche ni a Iguazú; no vio al hombre bajar en la Luna ni conoció a sus nietos; no vio volar un Jumbo. No jugó al scrabel –que lo hubiera atrapado en nuestros sábados familiares- ni con el ajedrez electrónico, ni la TV color. Pero lo que vio lo amó.
Mis sobremesas de cenas, más recordables por la carga de curiosidad, emoción, aprendizaje, roce, fueron aquellas que, con mi viejo y su barra, especialmente los sábados a la salida del Luna Park, en el restaurante del Jousten, en la barranca de Corrientes, se juntaban alrededor de Félix pintores, músicos, escritores, actores, señoras ... amigos.
Hijo de un genovés y una vasca inmigrantes, nacido y amante de Barracas, jugador de pelota y eximio tanguero, hincha de Estudiantes de La Plata, gran amigo, por lo tanto, de Lauri, Scopelli, Ferreira, Zozaya y Guayta, “los profesores”, y hermano del alma de Justo Suárez, bohemio de los de antes.”
Don Félix murió en Balvanera el 26 de febrero de 1962. Empezó como periodista en el diario La República y entró en El Gráfico en 1930 hasta que se jubiló tres décadas más tarde. Trabajó en radio y hasta se casó con una compañera de Atlántida, Amelia M. del Valle.
Poco después de la muerte de Félix Daniel Frascara, su colega Alberto Laya, de La Nación, lo definió así: “Y fue un periodista. Lo fue porque sintió su oficio de la única manera que debe sentirse: como una pasión.”
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