lunes, 27 de enero de 2014

Alfredo Palacios:El D'Artagnan argentino

Su moustache era algo más que un bigote exuberante a la francesa, al estilo D'Artagnan. Era su espada de justiciero. La imagen más familiar que trascendió de Alfredo Lorenzo Palacios lo muestra con el pelo lacio, largo, peinado con raya al costado, en una pose inolvidable: la barbilla levantada en señal de desafío. Es la imagen de un hombre de convicciones antiguas pero modernas, nacido en 1878. Palacios debió lidiar en tiempos de la república conservadora, con el estigma de haber nacido hijo natural de padres uruguayos. Su padre —don Aurelio— fue abogado; su madre, Ana Ramón, una maestra que le enseñó el socialismo: "Cuando tenía once años, ella puso en mis manos el Nuevo Testamento, con el sermón de la Montaña y me apasioné con Jesús", confesaría años después el "viejo" Palacios. El socialismo fue su marca política pero el humanismo la verdadera esencia de sus prédicas.

Se entreveró con los próceres del Partido Socialista recién fundado (1896), con Juan B. Justo, José Ingenieros, Enrique Dickman, Roberto Payró y Leopoldo Lugones. En 1904, los genoveses del barrio de La Boca lo postularon y luego salió electo como el primer diputado socialista de la Argentina y de América. "La Boca ya tiene dientes", dijo el gran dramaturgo Florencio Sánchez de esa proeza. La carrera de Palacios no se interrumpió. Fue diputado y senador por varios períodos. Cuando murió, ocupaba aún una banca de diputado.

Pero Palacios fue Palacios no sólo por una verba inflamada, certera, apasionada, que convocaba multitudes. No sólo porque increpó a todos los autoritarismos cuarteleros desde el golpe de 1930 en adelante. No sólo porque fue un presidente inolvidable de la Universidad de la Plata, un reformista universitario decidido, sino porque fue un reformador de las leyes. Leyes que serían sancionadas con la fuerza política del peronismo que, curiosamente, Palacios combatió, con el mismo encono que tuvo la izquierda socialista y comunista con el surgimiento del movimiento de masas más destacado de la Argentina moderna. Perón le debió a las batallas de este socialista, las leyes laborales más avanzadas del mundo occidental en su momento. En 1906, casi cuatro décadas antes del surgimiento del peronismo, Palacios peleó por las leyes que reglamentarían el trabajo de mujeres y niños. Establecía el descanso obligatorio antes y después del parto; se prohibía el trabajo de menores; se creaban casas cuna donde las madres obreras depositaran a sus niños para poder amamantarlos; se batallaba por la jornada de ocho horas; se establecía el domingo como descanso obligatorio.

El día que Palacios murió, el 20 de abril de 1965, miles de jóvenes llevaron en andas su féretro. Era una juventud rebelde que oscilaría, poco después, entre el discurso y el fusil.

Una parte de esa juventud le endilgó con encono su antiperonismo, sus servicios como embajador de la Revolución Libertadora. Lo que queda de Palacios no fueron sus convicciones coyunturales. Quedan las leyes que impuso, las convicciones de paz y progreso: fueron las que libraron a miles de niños, de mujeres y de obreros argentinos de la más dolorosa explotación. Y la que los hizo, también, más libres.