miércoles, 1 de agosto de 2012

Groucho Marx y el matrimonio


Detesto empezar a hablar del matrimonio, del amor y del noviazgo. (Creo que los he citado a la inversa, pero en realidad no representa gran diferencia, a menos que se esté enamorado.) Como tengo tres hijos, es justo que supongas que he estado casado... aunque he oído hablar de ciertas excepciones a la regla.
No estoy tan loco como para embarcarme en este tema. En la historia de la humanidad no hay otro tópico que haya sido tan rastreado, hecho trizas y machacado como los lazos sagrados para no mencionar los menos sagrados. Ninguna revista que se estime en algo ha aparecido en los quioscos sin publicar por lo menos dos artículos definitivos sobre el matrimonio y el noviazgo (frecuentemente escritos por un grupo de célibes o de vírgenes, si es queda alguna).
Ningún diario puede sobrevivir sin una columna de consejos sentimentales, probablemente contigua a la sección cómica, la parte más importante de la publicación. Por lo menos la mitad de las películas que se hacen para la gran masa tratan del muchacho que conoce a la chica y del lazo corredizo que el público se ha acostumbrado a esperar en el último rollo de la película. Cada tarde en la televisión hay tres horas dedicadas a variaciones sobre el tema de "La vida puede ser un éxtasis" y en la radio ocurre otro tanto (...)
Mi primer matrimonio tuvo lugar en Chicago. Teníamos la licencia y dos dólares y hubiésemos podido casarnos inmediatamente y sin trabas en el Ayuntamiento, pero mi novia insistió en que deseaba cierta atmósfera religiosa. Cualquiera que se haya casado sabe que a esta altura de las relaciones, el novio, febril de deseo, está dispuesto a conceder cualquier cosa.
No sé si Chicago ha mejorado, pero fuimos acribillados a preguntas por cinco sacerdotes antes de encontrar a uno que consintiese en celebrar la ceremonia. Parece que los cinco que nos rechazaron tenían objeciones religiosas que oponer porque no éramos los dos de la misma fe. Además, cuando descubrieron que ambos trabajábamos en el teatro, se apresuraron a acompañarnos hasta la salida (...)
No quiero ser irreverente, pero creo que estarás de acuerdo en que quienquiera que creó el sexo ciertamente sabía lo que hacía. Aunque todo el mundo está loco por él, la palabra en sí, pese a su brevedad, parece asustar a muchísima gente. Los autores de canciones, en especial, siempre suprimen esta adorable palabrita y la sustituyen por "amor". Ningún cantante (ni siquiera un tenor) se atrevería a cantar El sexo es algo maravilloso. Con ese título la canción obtendría un éxito multitudinario, pero el cantante sería puesto en la lista negra por algún comité de moralidad. ¿La acusación? Incitar a la gente a que haga una cosa perfectamente natural.
El amor abarca una multitud de emociones y de actitudes. Creo que puedes amar a Dios, a un niño, al vecino (o a su esposa, elegir uno o el otro), e incluso a un chucho. Pero el amor matrimonial nunca se define con claridad.
Cuando la gente ve a una pareja joven paseando sin rumbo, cogida del brazo, ajena al mundo entero y tan apretada como dos plátanos en la misma piel, invariablemente exclama:
-¡Oh, qué pareja más encantadora! ¡Qué enamorados están! ¿Verdad que es bonito?
Bueno, aquí es donde el viejo Groucho, experto en nada, saca fuerzas de flaqueza y descubre su alma ante un mundo hostil. Lo llaman amor, pero, para ser sinceros, en la mayoría de los casos no lo es. Se trata sólo de dos personas que se encuentran sexualmente atractivas y que esperan, si hay suerte, estar pronto uno en los brazos del otro.

Me gustaría saber lo entusiasmado que este Romeo se mostraría acerca de esta Julieta si ella fuese patizamba, tonta y su busto estuviese manufacturado en Akron, Ohio. Supongamos que tanto ella como él tuviesen patas de gallo. Me pregunto lo fuerte que sería su amor en este caso, a menos, desde luego, que resultara que ambos fuesen gallos, en cuyo caso se sentirían irresistiblemente atraídos.
No niego que incluso las personas espantosas se casan (tómeme a mí, por ejemplo), pero la mayoría de los jóvenes se casan porque sienten avidez por esa sublime experiencia sexual que han estado acariciando en su subconciente desde que iban a la escuela, alentada por sus amigos, por las películas y por las novelas baratas.
En La gata sobre el tejado de zinc, Tennesse Williams hace que la madre señale una cama y diga: "Ahí es donde se deciden los matrimonios". Si el señor Williams cree que en el matrimonio no hay más que esa cama, le sugiero que repase de nuevo la obra y la escriba otra vez.
No hay duda de que el sexo es la fuerza responsable de la perpetuación de la raza humana. Si no existiese, la vida desaparecería en pocas décadas, lo que tal vez no fuese mala idea. Creo, sin embargo, que el verdadero amor aparece sólo cuando se han amortiguado las primeras llamaradas de pasión y quedan sólo las ascuas. Este es el verdadero amor, que guarda sólo una relación remota con el sexo. Sus partes integrantes son la paciencia, el perdón, la comprensión mutua y una larga tolerancia hacia los defectos ajenos. Creo que esta es una base mucho más firme para la perpetuación de un matrimonio feliz. Pero ¿por qué he de divagar acerca de esto? Pongámoslo todo en manos del maestro, G.B.S. (Shaw para tí), a quien cito: "Cuando dos personas están bajo la influencia de la más violenta, la más insana, la más ilusoria y la más fugaz de las pasiones, se les pide que juren que permanecerán continuamente en esa condición excitada, anormal y hasta agotadora, hasta que la muerte los separe".
Ahora que el señor Shaw y yo hemos definido el amor y hemos hecho con él un paquete pequeño, primoroso y superficial, prosigamos. Creo que la soledad es responsable de más matrimonios que el tan traído y llevado sexo. He leído muchísimas biografías describiendo la vida plácida del soltero, pero no te lo creas. Un amigo mío llamado Devlin (hermano de sangre de Delaney) me dijo una vez con cierto arrepentimiento que si durante los días de su noviazgo hubieran existido la televisión y las comidas en lata, nunca se hubiera casado. Hay la suficiente verdad en su afirmación para hacerme creer que desearía no haberse dejado atrapar jamás.
El muy tonto no comprende que, prescindiendo de cuantas comidas en lata tragara o de cuantos televisores tuviera en casa, seguiría estando solo. Las comidas en lata son un invento maravilloso, pero no pueden reemplazar a una mujer enamorada que cuida a su marido. Si tuviera que definirlo con una sola frase, tal vez utilizaría esta: "El mejor banquete del mundo no merece la pena ser comido a menos que se tenga a alguien con quien compartirlo". Y lo mismo ocurre con todas las experiencias compartidas. La mitad del placer que supone ver la televisión en casa consiste en que uno puede volverse hacia el compañero y comentar los programas infames que las emisoras producen con toda deliberación. No hay nada más espantoso que sentarse solo en el cine, sin nadie con quien hablar. Durante mis retiradas de la vida matrimonial, con frecuencia experimenté esta desagradable sensación.
Tal vez sea un caso excepcional, pero encuentro casi imposible ver una película a menos que pueda lanzar a mi compañero, hombre o mujer, preguntas como: "No habíamos visto el año pasado a ese gordo en Aquí está la pubertad o "He olvidado quien ha dirigido esta porquería; ¿cómo se llama?" o "¿Crees que ella es verdaderamente culpable?" Comprendo que esta clase de charla estúpida puede ser enloquecedora para mi compañero, para no mencionar a los espectadores que nos rodean, pero es un impulso que, por desdicha, no puedo dominar. Y ése fue el origen de una aventura horrible.
Un sombrío fin de semana, sintiéndome con ánimo romántico, viajé hasta Palm Spring. Cuando llegué estaba lloviendo. Había reservado una habitación en un destacado club de tenis y, según tengo por costumbre, andaba en busca de alguna compañía femenina. Aquel año el tiempo había sido desusadamente malo (según la Cámara de Comercio) y en el club apenas encontré elementos del sexo opuesto. Cené solo. Con excepción de mi respiración profunda, la única distracción que había en el amplio comedor era el atemorizador sonido que producía un viejo caballero situado en un rincón lejano. Estaba deshaciendo una tostada en la sopa de almejas con la esperanza de que este aditamiento haría potable aquel mejunje (...)
Era una noche fría y húmeda, de modo que puse unos cuantos troncos en el hogar. Aparentemente, algo iba mal en el tiraje porque, en lugar de aquellas llamas alegres y cálidas que debían haberse alzado hacia la chimenea, la habitación y yo empezamos a llenarnos de humo.
Me coloqué el sombrero y desplazando un poco mi úlcera hacia un costado, decidí que antes de convertirme en un verdadero salmón ahumado era preferible dirigirme al cine local. No recuerdo lo que se proyectaba. Sólo me sentía atraído hacia ese cine por un anuncio que decía: "Se permite fumar en la sala".
Al entrar, el empresario me saludó con toda la deferencia debida a un gran artista. Dijo:
-¡Hola, Groucho! Quedan muchas localidades buenas. ¡Ja, ja, ja!

Su risa se convirtió en sollozos mientras yo penetraba en la sala.
La platea estaba vacía, con excepción de un hombre viejo que se sentaba en el tramo central, absorto en lo que ocurría en la pantalla. Me encaminé directamente hacia él. Como había entrado después de empezar la película, no tenía idea de lo que ocurría ni de quienes eran los artistas. En consecuencia, le lancé una serie de preguntas en rápida sucesión. Me respondió con otra serie de respuestas breves y guturales. Después de esperar unos cuantos minutos, le hice otra pregunta. En cuyo momento él recogió su gabardina y su sombrero y se trasladó al extremo más alejado de la sala. Como no tenía a nadie más con quien hablar, muy pronto salí del cine y regresé a mi hermoso refugio.
Abrí rápidamente todas las ventanas y me zambullí en la cama. Mientras yacía en ella, tembloroso, un pensamiento terrible se me ocurrió. ¡Supongamos que el hombre del cine hubiese acudido al empresario a quejarse de que un tipo excéntrico, que había desaparecido apresuradamente, había tratado de molestarlo! ¡Qué bonito titular hubiese hecho! GROUCHO MARX DETENIDO POR MOLESTAR A UN ANCIANO EN UN CINE LOCAL.

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