miércoles, 14 de diciembre de 2011

Evaristo Carriego

Poeta argentino nacido en la ciudad de Paraná, capital de la provincia de Entre Ríos. Poeta bohemio que cantó las pasiones y tragedias de los humildes o la paradoja de la alegría triste de los barrios. A los seis años fue enviado a la escuela primaria de la ciudad de Buenos Aires. Era corto de vista, defecto físico que le impidió ingresar en el Colegio Militar. Con veinte años se introdujo en los círculos intelectuales de la capital, donde le gustaba recitar sus versos. De 1904 a 1908 publicó infinidad de composiciones poéticas en diarios y revistas, y en éste año apareció su primer y único libro en vida, Misas Herejes, cuyo contenido se conocía ya casi totalmente por las publicaciones en los periódicos. La crítica, le dispensó una acogida favorable; sobre todo, por su aparente sentido realista y en oposición a las corrientes simbolistas que la poesía argentina había llevado hasta ese momento. Su poesía, de versos sencillos, canta los hechos cotidianos del porteño barrio de Palermo, donde transcurrió su vida. Borges lo conoció personalmente porque era amigo de su padre y frecuentemente lo visitaba en su casa, y dijo haber descubierto la poesía de sus labios durante los extensos recitados que Carriego hacía de poemas de Almafuerte. En los últimos años de su vida la jovialidad fue cediendo a la melancolía y al retraimiento espiritual. Son los años en que canta dulcemente y resignadamente a todos los que sufren en silencio. Esta aprensión se agravó con el fallecimiento de su padre, ocurrido poco antes del suyo. Murió en 1912 a la edad de 29 años. El libro póstumo La canción del barrio (1913), recoge sus últimos poemas. En 1927, vieron la luz sus cuentos, en un tomo titulado Flor de arrabal. Jorge Luis Borges trazó un penetrante ensayo sobre su vida y obra.

Aquella vez que vino tu recuerdo

La mesa estaba alegre como nunca.
Bebíamos el té: mamá reía
recordando, entre otros,
no sé qué antiguo chisme de familia;
una de nuestras primas comentaba
-recordando con gracia los modales,
de un testigo irritado- el incidente
que presenció en la calle;
los niños se empeñaban, chacoteando,
en continuar el juego interrumpido,
y los demás hablábamos de todas
las cosas de que se habla con cariño.

Estábamos así, contentos, cuando
alguno te nombró, y el doloroso
silencio que de pronto ahogó las risas,
con pesadez de plomo,
persistió largo rato. Lo recuerdo
como si fuera ahora: nos quedamos
mudos, fríos. Pasaban los minutos,
pasaban y seguíamos callados.

Nadie decía nada, pero todos
pensábamos lo mismo. Como siempre
que la conmueve una emoción penosa,
mamá disimulaba ingenuamente
queriendo aparecer tranquila. ¡Pobre!

¡Bien que la conocemos!... Las muchachas
fingían ocuparse del vestido
que una de ellas llevaba:
los niños, asombrados de un silencio
tan extraño, salían de la pieza.
Y los demás seguíamos callados
sin mirarnos siquiera.

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